En medio, todavía, de los fragores electorales, y de las protestas de lealtad y transparencia, quizás sea bueno volver la vista a otra épocas, lejanas de encuestadoras, de publicidades millonarias y carteles multicolores, y sin embargo tan apegadas al ser nacional.
A finales del siglo diecinueve, el ritmo económico era febril. En tiempos de Tajes se constituyeron 27 sociedades financieras de capital extranjero, con la curiosa característica de la inclusión societaria de hombres ligados al gobierno: el diputado Duvimioso Terra era integrante del Directorio del Banco Transatlántico, y vicepresidente del mismo, el entonces diputado Idiarte Borda; el senador José P. Ramírez era vocal del Banco del Uruguay. Emilio Reus hacía su presentación en sociedad: obtuvo de Tajes las credenciales para organizar bancos, Sociedades de Fomento y emprendimientos inmobiliarios, y llegó a firmar un pagaré por $3: 700.000.
Esa dinámica que encumbraba a una elite de ciudadanos encontró su contrapartida en el empobrecimiento de las clases trabajadoras, y en particular en el trabajador rural.
El Código Rural era severo, los alambrados coartaban los pasos, el sobrante de personal en las estancias emigra a las ciudades y después a Montevideo: cambia la bota de potro por la alpargata, y el chiripá por el pantalón. Sus saberes ya no tienen prestigio ni utilidad, ya no puede mantener una familia ni mantenerse a sí mismo.
Dice Alberto Zum Felde en su “Proceso Histórico del Uruguay”: La máquina del oficialismo tritura entre sus engranajes la rebeldía de la raza gaucha, la somete a la función electoral pasiva bajo la férula de los comisarios. Obligado a optar entre el sometimiento o la delincuencia, el gaucho se hace servil o matón, se vuelve hipócrita y traicionero. (…) Por donde avanza la vía férrea, la estancia se transforma. La tierra se valoriza, el ganado sube de precio (…) el peón de las estancias está casi totalmente por la casa y la comida (…)
El sistema de elección se basaba en el voto a viva voz. El votante debía pasar por el Registro Cívico Nacional, donde le entregaban una papeleta o “balota”. Ésta consistía en un papel donde constaban los datos elementales del sufragante. Es decir, sus datos escritos- para entenderlo hoy: sin foto ni huellas digitales-, lo que habilitaba fácilmente el fraude.
Dado que -constitucionalmente: era la Constitución fundacional, de 1830- no podían votar “sirvientes a sueldo, peones jornaleros, soldados de línea, vagos notorios, o legalmente procesados en causa criminal, aquellos que adolecieran de ineptitud física o moral, como tampoco los que no dispusieran de un cierto capital, los ebrios consuetudinarios, lo que no supieran leer y escribir, o deudores contumaces o deudores al Fisco”, se comprenderá la importancia de cada voto.
Juan José de Herrera se quejaba: Jamás en época alguna se ha extremado como en el presente, el abuso y el fraude.
El periodista Daniel Muñoz (que firmaba como Sansón Carrasco), escribía en 1893 en “La Razón”: Ya no se repara en nada. Nada importa que el aspirante a elector solicite su papeleta en italiano o en ruso, ni que el postulante haya dejado apenas de ser párvulo, ni que el mismo individuo se presente ocho o diez veces, llamándose una vez Pérez, otra Rodríguez, otra Fernández, y dando tantos domicilios como nombres, Bástale al funcionario saber que el extranjero o el impúber o el Proteo responde a la combinación electoral de sus simpatías para que le expida credenciales de ciudadano, certificando con su autoridad que vive donde sabe que no vive y que se llama como tiene la convicción de que no se llama.”.
Eso facilitaba la existencia de los “gatos”. Los “gatos” eran individuos que se prestaban a votar con la balota de otro.
Milton Schinca, en su libro “Bulevard Sarandí”, describe: En cierta oportunidad, por ejemplo, se presentó un “gato” ante una Mesa Receptora, dispuesto a votar con la balota de un cura. El hombre aparecía bastante mal trajeado y con un rostro desapacible, que hacía pensar más en un malandra profesional que en el un sacerdote. Cómo sería la facha que los de la Mesa entraron a sospechar que allí se quería pasar “gato” por liebre; recurrieron a sus registros y el Presidente fue leyéndolo en voz alta:
-¿Oriental?
-Así es.
-¿39 años?
-Sí, señor.
-¿Soltero?
-Soltero.
-¿Presbítero?
Apenas si un relámpago de duda cruzó por el “gato”, pero al momento contestó con perfecto aplomo:
-Sí: por parte de madre.”
Hugo Bervejillo